"El fútbol nos hace creer más en la ilusión que en la realidad", dijo en alguna ocasión el escritor y periodista mexicano Juan Villoro. Ahora, a las puertas de una nueva cita mundialista, sus palabras cobran mayor sentido.
En estos días poco importan los índices de violencia, el desempleo, el aumento en el costo de la canasta básica, las catástrofes naturales y cualquier alteración social; lo verdaderamente trascendental para millones de salvadoreños es discutir sobre qué selección tiene las mayores oportundiades de ganar el mundial.
Y no se trata de avivar la simple idea que el fútbol sustituyó a la religión como el opio del pueblo. No. El fútbol es un aunténtico fenómeno social con la capacidad de seducir más de una vez en la vida a los que no se consideran fanáticos y de enloquecer más de una vez en la vida a quienes profesan su amor incondicional por la número 5 y a los once que corren detrás de ella.
Pero ¿de dónde procede ese poder de atracción? ¿por qué el fútbol tiene la capacidad de mover las fibras más sensibles del ser humano, hacerle olvidar las penas o sumirlo en la más cruel de las tristezas?
La respuesta es simple: El terreno de juego representa la vida, la portería contraria la máxima meta a alcanzar y los rivales los obstáculos a vencer. El fútbol es una especie de metáfora de lo que es la lucha diaria. Allí están los sueños de gloria, la posibilidad de ser alguien y dejar una huella imborrable en la historia.
Cuando gana el equipo de tu ciudad, crece tu orgullo por el territorio que representa, por los colores y por la gente. Ese sentimiento se eleva a la máxima potencia cuando se trata de una selección nacional.
El fútbol tiene la capacidad de unir a una nación y de fraternizar con extraños sin importar condiciones de ninguna natualeza. Lo que importa es el triunfo y nada más. Y como en la vida a veces cuesta tanto una victoria personal, una victoria colectiva es más que perfecto para cubrir ese vacío.
Si tu equipo gana, poco importa lo demás. Esto ha hecho que el fútbol haya sido utilizado por las dictaduras para ocultar sus regímenes totalitarios, por gobernantes con la idea de proclamar su superioridad ante el mundo a través de las selecciones nacionales o demostrar su poderío al menos en un ámbito. El ejemplo más claro y reciente es la rivalidad desatada entre Inglaterra y Argentina luego de la Guerra de las Malvinas.
Pero el fútbol también conmueve a las masas porque es usado como medio de superación. Garrincha padeció poliomielitis en su infancia, dejándolo con una pierna más corta que la otra. Las posibilidades de triunfar en el deporte rey eran mínimas, pero contra todas las adversidades se convirtió en uno de los mejores futbolistas de la historia de Brasil y ganó los mundiales de Suecia 1958 y Chile 1962, y de paso entró a la lista de la selección legendaria del país sudamericano.
Allí está Messi también. El argentino se ha convertido en el mejor jugador del mundo cuando hace apenas unos años todos los equipos en los que realizaba pruebas de talento lo rechazaban por su estatura.
Y esa es precisamente la otra cara del fútbol, la de la superación. Quién no recuerda al camerunés Roger Milla en el mundial de Italia 90, jugando y marcando goles al borde de los 40 años. Y qué decir de Franz Beckenbauer jugando con un brazo roto en el mundial de 1982. Y así, con todas esas historias de trasfondo, se va tejiendo la ilusión, la esperanza de romper barreras, de llegar al límite, de simplemente vivir en 90 minutos y alcanzar la gloria para siempre.
Por eso los salvadoreños están más pendientes de las quinielas mundialistas, de las ausencias y de las sorpresas en la lista de seleccionados convocados para disputar el campeonato mundial en Sudáfrica; porque a falta de una esperanza, no hay nada como tomarla del fútbol que es espectáculo, que es ilusión y que sobre todo es gratis.