Hace más de un año emprendí un viaje que, en lo más profundo de mi ser, sabía que era sin retorno. Lo supe desde el momento en que me otorgaron la visa para viajar a los Estados Unidos hace casi tres años, aunque en mi interior también se libró una batalla que me impedía aceptar esa nueva realidad en mi vida.
Sin embargo, al destino se le puede “sacar la vuelta” pero tarde o temprano te regresa a la senda que tiene para ti. A mí me empezó a regresar a ese camino en enero del 2012, cuando dejé mi trabajo en aquella sala de redacción que me abrió las puertas a un mundo maravilloso de historias y de grandes amigos.
Fue allí, entre carreras por la presión del cierre, los cambios de temarios a último momento, los artículos que se extendían o se acortaban dependiendo de la cantidad de publicidad, las coberturas en todo tipo de lugares y situaciones, las entrevistas con gente extraordinaria y otras de no tan buen carácter, los gratos y no tan gratos momentos con los fotógrafos; donde el oficio de escritora me enseñó a conocer un poco más sobre la vida y sobre mí misma.
Y aunque amaba lo que hacía, ese ya no era el lugar ni el momento para mí. Mi lugar y mi momento estaban en otro lugar, por más que no lo quisiera aceptar.
Así fue como entre lágrimas y con una pequeña maleta en la mano dejé El Salvador aquella mañana del 17 de marzo del 2012. Lo pienso y es como si hubiese sido ayer. Allí estaba en el aeropuerto, viendo el amanecer y escuchando la canción “Sea” de Jorge Drexler.
Me parecía el tema perfecto: “Ya estoy en la mitad de esta carretera, tantas encrucijadas quedan detrás. Ya está en el aire girando mi moneda, y que sea lo que sea”. Con esa melodía dije adiós a la tierra en la que nací y viví toda mi vida.
Mi primera parada fue Los Ángeles, donde pasé unos días con mi papá. Hasta allí todo era como vacaciones: Disneylandia, Estudios Universales, las playas de California y otras tantas invitaciones que me hicieron sentir corta la estadía en el “estado dorado”.
Pero mi destino final era otro, uno ubicado en las planicies del Medio Oeste norteamericano, en aquella región desde la cual se comenzó a construir la línea férrea para llegar al lejano Oeste en el siglo XIX, la ciudad ubicada junto al río Missouri: Omaha, Nebraska.
Viví allí cerca de dos semanas, y luego me establecí en una ciudad mucho más pequeña al otro lado del río, aunque perteneciente al estado de Iowa.
El romanticismo por los campos de cultivo y la tranquilidad extrema del lugar le dio paso a la melancolía y la soledad. ¡Es difícil comenzar de la nada en otro lugar! El idioma, las costumbres, el clima, la cultura. Todo parece abrumador e incluso más grande de lo que es en realidad.
Más de una vez pensé en regresar, pero también algo en lo más profundo de mi ser me decía que debía esperar y tomar el cambio como una experiencia de crecimiento en todos los sentidos.
Justo entonces tuve la oportunidad de visitar a mi amiga en Green Bay, y de asistir a la boda de mi amigo en Cleveland, y eso fue como una bocanada de aire fresco para seguir transitando en esta nueva senda.
De allí solo vinieron cosas buenas, y el año me sorprendió con un empleo que disfruto mucho y en el que aprendo cada día, y lo más especial e importante es que en este lugar encontré el amor, ese que pensaba que no podía existir o que solo formaba parte de tramas de novelas y del cine. ¡Pero sí, existe!
Ahora que estoy en la víspera de mi cumpleaños, a punto de comenzar un nuevo ciclo de vida, solo puedo sentirme infinitamente agradecida por todo lo que ha pasado conmigo. De aquí sé que solo puedo ir para adelante, y en crecimiento constante. ¡Gracias!