jueves, 5 de enero de 2012

La muerte de Sergio Iván

Iván murió ayer. No está. Se fue.
Su foto apareció en un muro. Su rostro era el de siempre, con sus finos labios en perenne guerra por esbozar una sonrisa y sus pequeños ojos más oscuros que la noche.
Ahora que lo pienso, esa era la diferencia. Sus ojos. Tenían el mismo tamaño y el mismo color, pero parecían perdidos en el vacío. Y era porque él ya no estaba en este mundo.
Hace apenas unos días desde la última vez que me lo encontré. Aunque habían pasado varios años desde que coincidimos en el instituto, supo reconocerme de inmediato. Dijo que no hacía nada, que se dedicaba a pasar el tiempo nada más.
Su voz aún vibraba como en aquellos años de escuela, igual que cuando me contó su aventura como polizón en un barco de carga. Yo tenía 14, y el quizá estaba por cumplir 16.
Conforme salían las palabras de su boca, yo dibujé en mi mente una escena en alta mar.
Lo imaginé subiendo a un pequeño barco a hurtadillas, y esconderse en un contenedor metálico enmohecido por el tiempo. Allí estuvo callado un buen rato, muchas horas quizá, hasta que salió para buscar algo qué comer.
“Yo quiero ser guitarrista de una banda de rock y vivir en Europa”, me dijo esa vez. Esa idea lo arrastró a abordar el barco de forma clandestina. Su primer destino sería un puerto en los Estados Unidos, y de allí pensaba dar el salto hacia el viejo continente.
Pero ese no era su destino. A los pocos días lo regresaron al país y tuvo que inventarse otras formas de vida. Algunas de esas ideas las planteaba en hojas de papel, en dibujos surrealistas que me parecían increíbles.
Ese año hablamos mucho, a veces mientras se terminaba de fumar un cigarro a escondida de los maestros en las horas de recreo. A esa edad muchos querían saborear el tabaco, y era común que se saltaran el muro del instituto para ir a fumar. Sergio Iván lo hacía allí, casi en las narices de las autoridades educativas.
Él era un rebelde, un rebelde solitario. No necesitaba a nadie más para hacer lo que se le viniera en gana. A veces se le daba en gana sacar un libro y hojearlo en medio de un examen de sociales, y lo sacaba. Otras veces se le daba en gana no entrar a clases, y no entraba. Otras veces prefería estar callado todo el día, y no hablaba.
A mí no se me olvidó la vez que se le ocurrió acudir ebrio al teatro mientras se presentaba A puerta cerrada, de Jean Paul Sartre. Mientras todos intentábamos entender el existencialismo, él tan solo quería encontrar un camino para entenderse a sí mismo.
Quizá ese fue el motivo de que al año siguiente no quisieran aceptarlo en la institución. Yo me lo encontré en la sala de espera.
Ese año mi mamá estaba en el hospital tras una operación y a mí se me olvidó inscribirme en la fecha asignada. Mi hermana fue un día después a pedir que abrieran un cupo y a explicar las razones de mi olvido.
Allí también estaba Sergio Iván, esperando que lo aceptaran a pesar de su “mala” conducta.
Con él estaba su tía, una señora de mediana estatura, un tanto gordita, de cabello negro recogido en un moño y vestida con un traje oscuro. La primera impresión que tuve es que trabajaba en una oficina, y Sergio Iván me lo confirmo después.
Él vivía con su tía desde que su madre se casó con otro señor. Tenía un hermano menor, pero casi no se veían. Eran solo ella y él. Nadie más.
Al final los maestros disculparon mi olvido, y también disculparon la conducta de Sergio Iván el año anterior. Los dos terminamos inscritos en la misma institución, pero en cursos diferentes.
Lo veía en los recreos y apenas nos deteníamos a conversar. Seguía solo, vagando por los pasillos, saltándose las clases, abriendo los libros en medio de los exámenes y fumando casi en las narices de los maestros.
También seguía dibujando y escribiendo. Quiso inventar su propio mundo, y construir una fuente de imaginación inagotable inyectándose cualquier narcótico en su cuerpo.
Ayer esa fuente se secó. Quizá terminó de construir ese mundo que siempre quiso. Quizá ahora en lugar de vagar por los pasillos, toca la guitarra sin parar.

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