Los hermanos Karamazov es una novela que permaneció en mi lista de libros por leer desde que supe de Fiódor Dostoyevski, cuando cursaba el segundo año de bachillerato a la edad de 15 años.
Conocí a este genio de la literatura rusa gracias al señor Campos, mi profesor de ciencias sociales y psicología. Lo que más recuerdo de sus clases son las malas palabras que “engalanaban” su discurso, y también la vez que nos aconsejó dejar de leer paquines para comenzar a descubrir a los grandes de la literatura universal. Su recomendación: Los hermanos Karamazov.
Nunca lo olvidé, aunque también nunca pude conseguir la obra en ninguna librería. Tuvieron que pasar más de 14 años para que al fin llegara a mis manos. Bien pude acortar el tiempo, pero en esa época Amazon y Kindle y todas esas cosas eran para mí como de otra dimensión, así que para no perder la tradición del salvadoreño común y corriente, encontré esta joya en una feria de libros en Metrocentro.
Se trataba de una edición mexicana poco menos que terrible (de allí su precio, $2). Tuve que leer los primeros capítulos en incontables ocasiones para tratar de entender cómo la había estructurado la casa editorial y así poder seguir el hilo conductor de la historia.
A pesar de la pésima edición, al terminar la lectura solo puedo decir: Dostoyevski es un genio. Ya sabía que se trataba de un tipo con un discurso sicológico y filosófico puro, aunque en ciertos pasajes eleva su nivel al máximo.
El capítulo “El gran inquisidor” es un ejemplo claro del pensamiento crítico y la madurez literaria alcanzadas por Dostoyevski en ese momento de su vida. Y aunque la trama está llena de planteamientos ideológicos, filosóficos, sicológicos, religiosos, de poder, el libre albedrío, el amor y el odio; la idea de fondo es la deshumanización del hombre.
En los primeros capítulos de la novela lo menciona de forma reiterada, y en especial cuando la madre lleva a su hija postrada en una silla de ruedas ante el starets Zósimo. Ella le confiesa al religioso: “Cuanto más amo a la humanidad, menos amo a los hombres individualmente…Si alguien se me acerca, su presencia deprime mi amor, corta mi libertad”.
Todo ese planteamiento de la lucha interna entre el bien y el mal se encuentra bien definido en la Biblia, en el libro de Romanos, capítulo 7. “Porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mi” (versículos 18-20).
Esa libertad de acción es la planteada por Dostoyevski a lo largo de la novela, y en sufrimiento interno de sus personajes que saben cuál es el bien, y aun sabiéndolo le dan la espalda para hacer lo contrario.
Un arranque de ira, el deseo de venganza, la baja autoestima, el rencor, la soledad, la miseria, las bajas pasiones; todo se mezcla para desembocar más tarde en un parricidio que castiga no solo al asesino, sino a todos los que estaban alrededor de la víctima.
Parece que Dostoyevski nos recuerda que todos somos culpables de los males de la humanidad, y que todos expiaremos ese pecado en mayor o menor medida. La única cura, dice, el amor sin reservas, sin vanidades, sin pedir nada a cambio, solo el amar por amar.
Ahora puedo decir con toda certeza que mi profesor no pudo darnos una mejor recomendación, de que valió la pena esperar más de una década, y que también valió la pena el esfuerzo de leer esa mala edición. Todo sea por el genio de la literatura rusa, y sus hermanos Karamazov.
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