sábado, 3 de agosto de 2013
Travesía en la Copa Oro
En El Salvador si uno quiere ir a ver un partido de fútbol basta tomar cualquier ruta de bus que lo lleve al estadio, comprarse un boleto justo antes de entrar y disfrutar del espectáculo (siempre y cuando los 22 jugadores en el terreno de juego se acuerden para qué sirve el balón, y los fanáticos no conviertan las gradas en un ring de boxeo).
En Estados Unidos la historia es diferente, en especial cuando se trata de un torneo como la Copa Oro donde compiten los países de la Concacaf clasificados para el evento.
Es distinto porque cada partido se juega en una ciudad diferente, situadas a miles de kilómetros entre sí. “Hay que desplegar el fútbol por la gran nación del norte”, dicen los organizadores; aunque lo cierto es que las sedes dependen de la población hispana en la zona.
Lo innegable es que para asistir a un partido hay que hacer una ruta de viaje detallada que permita cumplir el objetivo sin perder tiempo ni dinero en el camino.
Pero nada de eso parece complicado para los compatriotas cuando se trata de ir a ver a la Selecta, y tener en esos once jugadores vestidos de azul y blanco un poco de la tierra dejada atrás, aunque casi todos los fanáticos sepan que van a presenciar una derrota.
Para mí, aunque el amor por el fútbol y por El Salvador es infinito, los fondos en mi cuenta bancaria no me alcanzaron para cruzarme medio país e ir a ver a los “guerreros cuscatlecos”.
Lo peor que me ha podido pasar como aficionada al fútbol es vivir en una ciudad de Iowa, en el corazón del Medio Oeste estadounidense y donde el fútbol es el último eslabón en la cadena deportiva. Y como el balompié es lo menos popular, la Copa de Oro corre con la misma suerte en estos lados.
El espectáculo más cercano lo tenía a casi 900 kilómetros de mi casa, en Denver, Colorado; a más de nueve horas de viaje en carretera, y no con la Selecta como protagonista, sino con la selección mexicana.
De todas maneras me hice la de la vista gorda con los colores, y junto a un amigo que apenas está aprendiendo el arte de las patadas en el césped, nos aventuramos a recorrer esos 900 kilómetros entre cultivos de maíz y molinos de viento.
Los atardeceres en medio de los paisajes de la campiña son estupendos, aunque pueden transformarse en escenarios aterradores cuando llegan las tormentas con alertas de tornado incluidas. Eso nos pasó en el camino hacia Denver.
Jamás había estado en una lluvia tan intensa, sin poder ver nada ni siquiera a un metro de distancia. Allí mismo pensé en si valía la pena arriesgarse tanto por un partido de fútbol que ni siquiera era de la selección de mi país.
Claro, esos pensamientos quedaron relegados al momento de pisar al día siguiente el Sports Authority Field at Mile High, el estadio del equipo de fútbol americano Broncos de Denver.
Lo primero que pensé es que nunca antes había estado en un estadio sin tela metálica alrededor de la cancha. Eso fue nuevo para mí, y era como tener a los jugadores cara a cara. Luego la seguridad, el orden, la limpieza del recinto, y lo más admirable, el respeto al momento de entonar los himnos nacionales.
Aunque al momento del pitazo inicial todo el encanto se derrumbó, y comenzó la silbatina contra el árbitro y contra los jugadores de Martinica, los rivales de la selección mexicana. Y es que en Denver, México jugaba como en casa.
A las gradas llegaba la ola, y los gritos del “olé, olé”; pero también los saludos con dedicatoria a las madres de los oponentes, los ofrecimientos de golpes y hasta un par de ideas de cómo hacer sufrir al “Chepo” de la Torre, el técnico de México que va de mal en peor en los partidos de la tri color.
No era El Salvador el que jugaba, pero en las gradas parecíamos una copia en papel carbón. Otra vez me quedó claro que en los graderíos a todos los latinos nos hierve la sangre de la misma manera.
Al final México le ganó 3 goles a 1 a la débil Martinica, aunque el fútbol desplegado no le alcanzó para lavar sus recientes penas en el campo.
Así acabó la jornada en el Sports Authority Field, aunque a mí todavía me esperaban nueve horas de regreso a casa, con el recuerdo de haberme comido el hot dog más caro de mi vida (pagué cerca de $5) y con la idea de que nada es más fácil que ir a ver un partido de fútbol en El Salvador.
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