jueves, 9 de junio de 2011

Fatídico tiempo de descuento


Dice Jorge Drexler en la canción Guitarra y vos que “Hay escritas infinitas palabras: zen, gol, bang, rap, Dios, fin...”. Tiene razón. Y aunque hay escritas muchas más, en el partido de la Selecta contra Costa Rica las únicas que yo necesitaba eran gol, Dios y fin.
Lo que más anhelaba era el grito de gol, claro, a favor de la Azul. Y así fue. Como una auténtica obra de Dios llegó el gol de Fito Zelaya, un tiro potente que parecía llevar la misma fuerza que de forma repentina le llegó a David para derribar a Goliat con una simple honda.
Es más, la Selecta parecía la representación del mismísimo David al lado de la tres veces mundialista selección tica, en especial luego de que los mexicanos le marcaran a los salvadoreños cinco goles en la inauguración de la Copa Oro.
Pero allí estaban los once guerreros en la cancha, dispuestos a limpiar el orgullo patrio, a mostrar que la garra cuscatleca todavía existe y que nadie puede jugar con ella.
La idea surtió efecto, porque como casi nunca pasa, el combinado nacional estaba arriba en el marcador. Los seleccionados no solo estaban lavando su imagen, sino que también se imponían a uno de los candidatos a llevarse el título de campeón. Y como casi nunca pasa, los aficionados cuscatlecos festejaban el tanto.
El gol llegó, y con él apareció el éxtasis, la ilusión, el orgullo, el aroma del triunfo (si es que tiene), la felicidad…
Desde que el balón besó las redes de la portería defendida por el guardameta tico, a la alegría se le sumaron las mil y un plegarias y exclamaciones: ¡Dios mío! ¡Uyyyy! ¡Qué suerte! ¡Menos mal! ¡Ufff!, entre otras.
Así pasaron 50 minutos, aunque en la mente de los seguidores parecía que las manecillas del reloj se movían en la dirección contraria y esos 50 minutos se transformaron en 50 horas.
En el transcurso de esas 50 horas mentales, el gol era el objetivo primordial: o se anotaba otro tanto para tener un poco de paz, o al menos que los ticos no hicieran ninguno. Es que si alguien tenía que atravesar por el infierno, era preferible que fueran ellos.
Pero nada ocurría, nada para nadie. Lo cierto era que un minuto menos en el cronómetro del árbitro era un paso más para alcanzar la versión de los salvadoreños sobre el paraíso.
El anhelo era que llegara el fin, esos tres silbatazos del réferi para poner punto final al encuentro.
Algunos seleccionados querían apoderarse del tiempo, ponerlo en su lado de la balanza. Unos ganaban segundos tirándose al piso (lo que también les hizo ganarse algunas tarjetas amarillas), otros lanzaban el balón a las tribunas, otros reclamaban…todo se reducía al tiempo, al deseo del fin.
Sin embargo, está por demás comprobado que la felicidad es efímera, más para los salvadoreños, más para los amantes del fútbol. Así, sin más, llegó el árbitro con el fatídico tiempo de descuento, esos cuatro minutos de un verde intenso en la pantalla electrónica, pero más negros que los agujeros negros para el hincha fiel.
Y así, en el último suspiro del tiempo de descuento, el balón se fue al fondo de la meta defendida por el arquero salvadoreño. El balón cruzó la línea de gol casi de forma exultante, pero al mismo tiempo como quien le da el suave beso de la muerte a la ilusión.
No hay más. Todo acabó. Solo queda la mente en blanco. Fatídico tiempo de descuento, fatídico gol, fatídico final.

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