No vi y por lo tanto no sentí nada, ni ayer ni ahora. No hubo taquicardias, sudores de mano, minutos eternos. Tampoco hubo angustias, ni plegarias, ni alegrías, ni enojos, ni frustraciones, ni gritos, ni silencios prolongados. No hubo nada, ni ayer ni ahora.
El domingo, la Selecta jugaba su partido de segunda fase de Copa Oro tras romper un maleficio de ocho años. Enfrente tenía a Panamá, el equipo que con un gol de último minuto en el último partido de su grupo le dio la clasificación a El Salvador como tercer mejor lugar.
A pesar de ese momento histórico para el combinado nacional, no vi el partido. Ni un minuto. Nada. La única imagen que se me cruzó en el camino fue una jugada en el minuto seis del primer tiempo, y la de un futbolista salvadoreño a punto de disparar a marco en la tanda de penaltis. Ni siquiera sé quién era, porque yo estaba a varios metros de una enorme vitrina rodeada por más de una docena de personas. Eso fue todo.
Unos minutos después de terminado el juego me enteré que la Selecta había perdido. Había sido eliminada en la ruleta rusa de los tiros desde el manchón de penalti. Esa noticia que en otra circunstancia habría significado la llave para el mundo de la desdicha, esta vez no provocó ningún sentimiento.
Es más, no leer las páginas deportivas de los periódicos, ni ver los noticieros en la televisión solo contribuyó a olvidarme casi por completo del asunto. Lo peor fue que un amigo al que la Selecta le importa lo mismo que le importa a un chino (bueno, quizá al chino le importe más la Selecta porque algún negocio podrían hacer con ella) me dijo que había sufrido como loco viendo el partido. Pero yo no sentí nada, ni siento nada todavía.
Todo el enojo, la frustración, la impotencia y la envidia experimentados en las derrotas anteriores (envidia por el que gana) no llegaron nunca. Es más, como si de una gripe se tratara, me di a la tarea de hablar con verdaderos fanáticos pretendiendo contagiarme de la desilusión y probar la hiel del fracaso que todos probaron. Ni eso funcionó.
Lo único que logré con todo fue comprobar que el refrán “Ojos que no ven, corazón que no siente”, es más que cierto.
Bien por mí, porque a esta altura de la semana mi mente todavía estaría inventando mil finales distintos para cada jugada errada por los seleccionados nacionales. Bien por mí, porque si me llega alguna tristeza, al menos sabré que no tiene su origen en el fútbol. Bien por mí, porque de lo contrario tendría que esperar a que la Selecta jugara de nuevo y ganara para quitarme la espina de la derrota que se me habría clavado en el corazón.
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