viernes, 9 de agosto de 2013

Los hermanos Karamazov

Los hermanos Karamazov es una novela que permaneció en mi lista de libros por leer desde que supe de Fiódor Dostoyevski, cuando cursaba el segundo año de bachillerato a la edad de 15 años.
Conocí a este genio de la literatura rusa gracias al señor Campos, mi profesor de ciencias sociales y psicología. Lo que más recuerdo de sus clases son las malas palabras que “engalanaban” su discurso, y también la vez que nos aconsejó dejar de leer paquines para comenzar a descubrir a los grandes de la literatura universal. Su recomendación: Los hermanos Karamazov.
Nunca lo olvidé, aunque también nunca pude conseguir la obra en ninguna librería. Tuvieron que pasar más de 14 años para que al fin llegara a mis manos. Bien pude acortar el tiempo, pero en esa época Amazon y Kindle y todas esas cosas eran para mí como de otra dimensión, así que para no perder la tradición del salvadoreño común y corriente, encontré esta joya en una feria de libros en Metrocentro.
Se trataba de una edición mexicana poco menos que terrible (de allí su precio, $2). Tuve que leer los primeros capítulos en incontables ocasiones para tratar de entender cómo la había estructurado la casa editorial y así poder seguir el hilo conductor de la historia.
A pesar de la pésima edición, al terminar la lectura solo puedo decir: Dostoyevski es un genio. Ya sabía que se trataba de un tipo con un discurso sicológico y filosófico puro, aunque en ciertos pasajes eleva su nivel al máximo.
El capítulo “El gran inquisidor” es un ejemplo claro del pensamiento crítico y la madurez literaria alcanzadas por Dostoyevski en ese momento de su vida. Y aunque la trama está llena de planteamientos ideológicos, filosóficos, sicológicos, religiosos, de poder, el libre albedrío, el amor y el odio; la idea de fondo es la deshumanización del hombre.
En los primeros capítulos de la novela lo menciona de forma reiterada, y en especial cuando la madre lleva a su hija postrada en una silla de ruedas ante el starets Zósimo. Ella le confiesa al religioso: “Cuanto más amo a la humanidad, menos amo a los hombres individualmente…Si alguien se me acerca, su presencia deprime mi amor, corta mi libertad”.
Todo ese planteamiento de la lucha interna entre el bien y el mal se encuentra bien definido en la Biblia, en el libro de Romanos, capítulo 7. “Porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mi” (versículos 18-20).
Esa libertad de acción es la planteada por Dostoyevski a lo largo de la novela, y en sufrimiento interno de sus personajes que saben cuál es el bien, y aun sabiéndolo le dan la espalda para hacer lo contrario.
Un arranque de ira, el deseo de venganza, la baja autoestima, el rencor, la soledad, la miseria, las bajas pasiones; todo se mezcla para desembocar más tarde en un parricidio que castiga no solo al asesino, sino a todos los que estaban alrededor de la víctima.
Parece que Dostoyevski nos recuerda que todos somos culpables de los males de la humanidad, y que todos expiaremos ese pecado en mayor o menor medida. La única cura, dice, el amor sin reservas, sin vanidades, sin pedir nada a cambio, solo el amar por amar.
Ahora puedo decir con toda certeza que mi profesor no pudo darnos una mejor recomendación, de que valió la pena esperar más de una década, y que también valió la pena el esfuerzo de leer esa mala edición. Todo sea por el genio de la literatura rusa, y sus hermanos Karamazov.


sábado, 3 de agosto de 2013

Travesía en la Copa Oro


En El Salvador si uno quiere ir a ver un partido de fútbol basta tomar cualquier ruta de bus que lo lleve al estadio, comprarse un boleto justo antes de entrar y disfrutar del espectáculo (siempre y cuando los 22 jugadores en el terreno de juego se acuerden para qué sirve el balón, y los fanáticos no conviertan las gradas en un ring de boxeo).
En Estados Unidos la historia es diferente, en especial cuando se trata de un torneo como la Copa Oro donde compiten los países de la Concacaf clasificados para el evento.
Es distinto porque cada partido se juega en una ciudad diferente, situadas a miles de kilómetros entre sí. “Hay que desplegar el fútbol por la gran nación del norte”, dicen los organizadores; aunque lo cierto es que las sedes dependen de la población hispana en la zona.
Lo innegable es que para asistir a un partido hay que hacer una ruta de viaje detallada que permita cumplir el objetivo sin perder tiempo ni dinero en el camino.
Pero nada de eso parece complicado para los compatriotas cuando se trata de ir a ver a la Selecta, y tener en esos once jugadores vestidos de azul y blanco un poco de la tierra dejada atrás, aunque casi todos los fanáticos sepan que van a presenciar una derrota.
Para mí, aunque el amor por el fútbol y por El Salvador es infinito, los fondos en mi cuenta bancaria no me alcanzaron para cruzarme medio país e ir a ver a los “guerreros cuscatlecos”.
Lo peor que me ha podido pasar como aficionada al fútbol es vivir en una ciudad de Iowa, en el corazón del Medio Oeste estadounidense y donde el fútbol es el último eslabón en la cadena deportiva. Y como el balompié es lo menos popular, la Copa de Oro corre con la misma suerte en estos lados.
El espectáculo más cercano lo tenía a casi 900 kilómetros de mi casa, en Denver, Colorado; a más de nueve horas de viaje en carretera, y no con la Selecta como protagonista, sino con la selección mexicana.
De todas maneras me hice la de la vista gorda con los colores, y junto a un amigo que apenas está aprendiendo el arte de las patadas en el césped, nos aventuramos a recorrer esos 900 kilómetros entre cultivos de maíz y molinos de viento.
Los atardeceres en medio de los paisajes de la campiña son estupendos, aunque pueden transformarse en escenarios aterradores cuando llegan las tormentas con alertas de tornado incluidas. Eso nos pasó en el camino hacia Denver.
Jamás había estado en una lluvia tan intensa, sin poder ver nada ni siquiera a un metro de distancia. Allí mismo pensé en si valía la pena arriesgarse tanto por un partido de fútbol que ni siquiera era de la selección de mi país.
Claro, esos pensamientos quedaron relegados al momento de pisar al día siguiente el Sports Authority Field at Mile High, el estadio del equipo de fútbol americano Broncos de Denver.
Lo primero que pensé es que nunca antes había estado en un estadio sin tela metálica alrededor de la cancha. Eso fue nuevo para mí, y era como tener a los jugadores cara a cara. Luego la seguridad, el orden, la limpieza del recinto, y lo más admirable, el respeto al momento de entonar los himnos nacionales.
Aunque al momento del pitazo inicial todo el encanto se derrumbó, y comenzó la silbatina contra el árbitro y contra los jugadores de Martinica, los rivales de la selección mexicana. Y es que en Denver, México jugaba como en casa.
A las gradas llegaba la ola, y los gritos del “olé, olé”; pero también los saludos con dedicatoria a las madres de los oponentes, los ofrecimientos de golpes y hasta un par de ideas de cómo hacer sufrir al “Chepo” de la Torre, el técnico de México que va de mal en peor en los partidos de la tri color.
No era El Salvador el que jugaba, pero en las gradas parecíamos una copia en papel carbón. Otra vez me quedó claro que en los graderíos a todos los latinos nos hierve la sangre de la misma manera.
Al final México le ganó 3 goles a 1 a la débil Martinica, aunque el fútbol desplegado no le alcanzó para lavar sus recientes penas en el campo.
Así acabó la jornada en el Sports Authority Field, aunque a mí todavía me esperaban nueve horas de regreso a casa, con el recuerdo de haberme comido el hot dog más caro de mi vida (pagué cerca de $5) y con la idea de que nada es más fácil que ir a ver un partido de fútbol en El Salvador.

miércoles, 17 de julio de 2013

Los giros del destino

Hace más de un año emprendí un viaje que, en lo más profundo de mi ser, sabía que era sin retorno. Lo supe desde el momento en que me otorgaron la visa para viajar a los Estados Unidos hace casi tres años, aunque en mi interior también se libró una batalla que me impedía aceptar esa nueva realidad en mi vida.

Sin embargo, al destino se le puede “sacar la vuelta” pero tarde o temprano te regresa a la senda que tiene para ti. A mí me empezó a regresar a ese camino en enero del 2012, cuando dejé mi trabajo en aquella sala de redacción que me abrió las puertas a un mundo maravilloso de historias y de grandes amigos.

Fue allí, entre carreras por la presión del cierre, los cambios de temarios a último momento, los artículos que se extendían o se acortaban dependiendo de la cantidad de publicidad, las coberturas en todo tipo de lugares y situaciones, las entrevistas con gente extraordinaria y otras de no tan buen carácter, los gratos y no tan gratos momentos con los fotógrafos; donde el oficio de escritora me enseñó a conocer un poco más sobre la vida y sobre mí misma.

Y aunque amaba lo que hacía, ese ya no era el lugar ni el momento para mí. Mi lugar y mi momento estaban en otro lugar, por más que no lo quisiera aceptar.

Así fue como entre lágrimas y con una pequeña maleta en la mano dejé El Salvador aquella mañana del 17 de marzo del 2012. Lo pienso y es como si hubiese sido ayer. Allí estaba en el aeropuerto, viendo el amanecer y escuchando la canción “Sea” de Jorge Drexler.

Me parecía el tema perfecto: “Ya estoy en la mitad de esta carretera, tantas encrucijadas quedan detrás. Ya está en el aire girando mi moneda, y que sea lo que sea”. Con esa melodía dije adiós a la tierra en la que nací y viví toda mi vida.

Mi primera parada fue Los Ángeles, donde pasé unos días con mi papá. Hasta allí todo era como vacaciones: Disneylandia, Estudios Universales, las playas de California y otras tantas invitaciones que me hicieron sentir corta la estadía en el “estado dorado”.

Pero mi destino final era otro, uno ubicado en las planicies del Medio Oeste norteamericano, en aquella región desde la cual se comenzó a construir la línea férrea para llegar al lejano Oeste en el siglo XIX, la ciudad ubicada junto al río Missouri: Omaha, Nebraska.

Viví allí cerca de dos semanas, y luego me establecí en una ciudad mucho más pequeña al otro lado del río, aunque perteneciente al estado de Iowa.

El romanticismo por los campos de cultivo y la tranquilidad extrema del lugar le dio paso a la melancolía y la soledad. ¡Es difícil comenzar de la nada en otro lugar! El idioma, las costumbres, el clima, la cultura. Todo parece abrumador e incluso más grande de lo que es en realidad.

Más de una vez pensé en regresar, pero también algo en lo más profundo de mi ser me decía que debía esperar y tomar el cambio como una experiencia de crecimiento en todos los sentidos.

Justo entonces tuve la oportunidad de visitar a mi amiga en Green Bay, y de asistir a la boda de mi amigo en Cleveland, y eso fue como una bocanada de aire fresco para seguir transitando en esta nueva senda.

De allí solo vinieron cosas buenas, y el año me sorprendió con un empleo que disfruto mucho y en el que aprendo cada día, y lo más especial e importante es que en este lugar encontré el amor, ese que pensaba que no podía existir o que solo formaba parte de tramas de novelas y del cine. ¡Pero sí, existe!

Ahora que estoy en la víspera de mi cumpleaños, a punto de comenzar un nuevo ciclo de vida, solo puedo sentirme infinitamente agradecida por todo lo que ha pasado conmigo. De aquí sé que solo puedo ir para adelante, y en crecimiento constante. ¡Gracias!